Este cuarto domingo de Cuaresma es considerado
como el domingo de la alegría. Parece contradictorio que en este tiempo de
conversión, de penitencia y sacrifico fijemos nuestra mirada y nuestra
reflexión en la alegría.
Se trata ni más ni menos de hacer una pausa en
este itinerario cuaresmal para preguntarnos desde lo más profundo del corazón,
si somos conscientes del momento privilegiado que estamos por vivir con el gozo
de nuestra redención, Cristo muere por nuestro pecados por amor y resucita. De
esta manera vence al pecado, a la muerte de nuestras pasiones para darnos vida.
Cuando nuestro corazón no late de alegría en el
encuentro personal con Cristo, de la experiencia maravillosa de Él, puede ser
que sin darnos cuentas tenemos tapadas las venas y arterias de nuestra
soberbia, del orgullo ruin y egoísta, del ensimismamiento de nuestras pasiones
que nos ciegan y nos hace tropezar continuamente para no avanzar en el camino
que nos lleva a Él. Nos convertimos en esclavos de nuestro pecados.
Una manera de experimentar la alegría en esta
cuaresma está cuando sabemos aprovechar la ocasión para hacer una buena
confesión. En muchos lugares ya hay programados momentos fuertes de la gracia,
como son los actos penitenciales en diversas parroquias y decanatos. Así como
la campaña 24 horas para el Señor, donde se propuso que durante un día completo
haya al menos una iglesia abierta en cada diócesis del mundo para que quien
quiera pueda confesarse. Iniciativa impulsada por el Papa Francisco.
El valor de la confesión reside precisamente en la
gracia del perdón y llega hasta las raíces de las faltas cometidas después de nuestro
bautismo, sanando las imperfecciones y desviaciones para darnos la fuerza de
una conversión real y totalizante.
Hoy por hoy, el gran vacío y la tristeza que
opacan nuestra buenos deseos e intenciones, sólo pueden ser llenado por la
misericordia de Dios. No olvidemos que muchas veces nos vemos salpicados por el
lodo y veneno, tan mezquino del pecado. Somos esos hijos que desperdiciamos
nuestra propia libertad para seguir los falsos espejismos de felicidad aparente
en el alcohol, en el sexo, en los vicios cotidianos que nos presenta el
maligno.
Pero no todo está perdido, Dios no nos olvida,
como el Buen Pastor no nos abandona jamás, nos acoge una y mil veces, como un
padre paciente nos espera siempre respetando nuestra libertad y permaneciendo
fiel. La alegría de Dios es perdonarnos y qué mejor hacer esta experiencia que
nos contagia para ser al mismo tiempo, hombre y mujeres de la alegría.
Cuánto cautiva ese gozo profundo que se
manifiesta con humildad en una sonrisa, en un gesto alegre. Cuánta paz y
serenidad nos trasmite ponernos delante de Él y abrirle el alma como nos
invitaba San Ignacio de Loyola: “Toma, Señor, y recibe toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Tú
me lo diste, a ti,
Señor, lo torno. Todo es
tuyo. Dispón de
todo según tu voluntad.
Dame tu amor y tu gracia,
que ésta me basta. Amén”.
Nos pueden faltar muchas cosas materiales, podemos
estar pasando por un momento difícil, etc; pero seamos alegres, porque Él es
nuestra alegría, no permitamos que nadie nos robe esa alegría que nos trae
Cristo con su Amor, con su Libertad, con su Entrega, con su Generosidad,
con su Respeto, con su Integridad, con su Amistad. ¡Hablemos claro!