¡Es verdad! El chisme es un cáncer que va
carcomiendo día a día, minuto a minuto nuestro hogar, nuestras familias,
nuestro trabajo, nuestro noviazgo y sobre todo, es mortífero para nuestras
parroquias. Cuánta falta nos hace desterrar en nuestra vida el pecado de la
división, del egoísmo y de la soberbia.
En esta semana, el Papa Francisco nos recordaba
que al renovar nuestra fe en el “credo” afirmamos que la Iglesia es “una” y
“santa”. Es una, porque tiene su origen en Dios Trinidad, misterio de unidad y
de plena comunión. Es Santa, en cuanto que está fundada en Jesucristo, animada
por su Espíritu Santo, colmada de su amor y de su salvación. Al mismo tiempo,
sin embargo, está compuesta de pecadores, que somos nosotros, y que cada día
experimentamos las propias fragilidades y las propias miserias personales.
Ésta ha sido la oración de Cristo: “Que todos sean
uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en
nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17,21). Y en los
Hechos de los Apóstoles encontraremos que los cristianos se distinguían por
tener “un solo corazón y una sola alma” (Hech 4,32). Y el apóstol san Pablo exhortaba a las comunidades a no
olvidar que son “un solo cuerpo” (Ef 4,4).
Pero la experiencia nos dice que son muchos los
pecados contra la unidad. No nos referimos a los grandes cismas o herejías,
sino a lo más común que nos acontece en el día a día en nuestras parroquias,
llamadas a ser lugares para compartir unidad y comunión y por el contrario
están marcadas por envidias, celos, antipatías… y el chisme está a la mano de
todos. ¡Cuánto se chismorrea en las parroquias! ¡Cómo se compara la vida del
párroco y del vicario! Esto no es nada bueno y menos sano para la comunidad. Y
qué decir cuando se designa un nuevo responsable de ministros o lectores, del
responsable de la catequesis o de la pastoral juvenil, etc. Rápidamente sacamos
a relucir con el chisme los defectos y debilidades de los demás y nos colocamos
en jueces y expertos críticos de los demás, esparciendo como polvorín el veneno
de nuestros subjetivos y rancios comentarios.
¡Ésta no es la Iglesia, esto no se debe hacer! Sí,
esto es humano, pero no es cristiano. Así sucede cuando buscamos los primeros
puestos, cuando nos ponemos en el centro, con nuestras ambiciones personales y
nuestras forma de ver las cosas y juzgamos a los otros fijándonos en los
defectos de los demás en vez de sus dones; cuando damos más peso a lo que nos
divide, en vez de lo que nos une.
Si miramos la historia de la Iglesia, contemplamos
muchas divisiones entre nosotros los cristianos. Es necesario trabajar por la
unidad de todos como hermanos e hijos de un mismo Dios. Ir por el camino de la
unidad que es el que Jesucristo quiere y por el que Él ha rezado. Hagamos un
serio examen de conciencia, frente a esto.
En nuestras parroquias, la división es uno de los
pecados más graves porque la hace signo no de la obra de Dios, sino del diablo,
quien separa, divide y rompe las relaciones fraternas. Esta misma división que
se da muchas veces en la familia, en la comunidad, en el matrimonio, en la
escuela, en la parroquia o en una asociación, requiere de nuestro sincero
esfuerzo para crecer en la capacidad de acogernos, respetarnos y perdonarnos
para parecernos cada vez más a Cristo que es comunión y amor.
Hagamos resonar en nuestro corazón la invitación
de Cristo: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados
hijos de Dios”. Pidamos sinceramente perdón a Dios por todas las veces en que
hemos sido ocasión de división y escándalo con nuestros chismes y malos
comentarios. Si no tienes nada que decir de bueno y positivo, mejor cállate y
guarda silencio, no seas cómplice de la maledicencia. ¡Hablemos claro!